Beijing
China es hoy una especie de destazadero de militares de alto rango, y el presidente Xi Jinping, el encargado de las simbólicas ejecuciones.
En las últimas semanas han rodado cabezas de generales del más alto nivel. La más reciente fue la de He Weidong, el segundo general de mayor rango, profundamente implicado en la planificación de una hipotética invasión a la rebelde Taiwan.
La corrupción, problema hasta ahora imposible de erradicar del Ejército Popular de Liberación (EPL), y la competencia y fiabilidad de los mandos, podrían estar relacionadas con las destituciones.
Por la razón que sea, lo que está ocurriendo está debilitando la sed china de guerra y dando tiempo a Estados Unidos para reforzar las defensas en Taiwan y otros lugares que Beijing pretende.
Hasta hace pocos años, el EPL era una fuerza mediocre, mal armada, indisciplinada, pero muy abundante en soldados.
Hoy, es la mayor fuerza armada del mundo, a la altura de la de Estados Unidos en poderío aéreo, naval y de misiles. Y esa fuerza lleva años ensayando una invasión o un bloqueo de Taiwán y está resolviendo algunos problemas de transporte masivo de soldados a través del estrecho de Taiwán.
Pero el armamento y la logística no garantizan la victoria por sí solos. La eficacia militar depende en gran medida del liderazgo en el campo de batalla: comandantes experimentados capaces de tomar decisiones difíciles, rápidamente, en medio del caos del combate.
China no ha librado una guerra desde 1979, y la generación actual de oficiales chinos, a diferencia de sus homólogos estadounidenses y rusos, no tiene experiencia en el campo de batalla, un hecho que el propio Xi lamenta.
El problema más profundo —enfatizado por la agitación interna— es que quizás Xi y el Partido Comunista de China ni siquiera tengan un control firme sobre su ejército.
A diferencia del ejército estadounidense, cuyo personal jura lealtad a la Constitución y se supone que es apolítico, el EPL es el ejército del Partido Comunista de China. Sus oficiales juran lealtad al partido —del que son miembros— y reciben órdenes de Xi como jefe del partido y presidente de su poderosa Comisión Militar Central. En teoría, deberían estar bajo el firme control del partido, pero no es así.
El EPL, con sus fuerzas combinadas de ejército, marina y fuerza aérea, ocupa una posición poderosa en China. Esto fue inmortalizado por Mao Zedong, para quien “el poder político surge del cañón de un arma”. El estatus del ejército dio lugar a que los líderes del partido le concedieran un alto grado de autonomía para garantizar la lealtad de los generales, permitiéndole, en esencia, vigilarse a sí mismo.
Con el paso de los años, a medida que el gasto militar chino se disparaba, también lo hacían las oportunidades de corrupción. Los dirigentes del partido, a menudo miraban hacia otro lado.
in embargo, cuando Xi asumió el poder en 2012, inició una campaña contra la corrupción en todo el partido que acabó con los altos mandos militares corruptos y potencialmente desleales y realizó la mayor reestructuración de las fuerzas armadas desde Mao.
La larga purga indica que sigue luchando por afianzar el control.
Xi necesita el respaldo de los militares para mantener su control del poder y solo puede llegar hasta cierto punto en su ataque a su cultura de corrupción. Para ilustrar la complejidad del problema, los que han caído en los últimos dos años han sido sus propios designados.
La corrupción socava de formas importantes la preparación militar. Puede impulsar el ascenso de oficiales más hábiles para recibir sobornos que para dirigir soldados y conducir a la compra de equipo de calidad inferior. Un informe publicado el año pasado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos sugería que la corrupción en la Fuerza de Misiles de China podría haber sido tan grave que algunos silos de misiles necesitaban reparaciones.
Quizá lo más importante sea que la oleada de despidos puede significar que Xi no puede confiar plenamente en lo que le dicen sus asesores militares sobre lo preparada que está China para la guerra. El caso del general He, en particular, genera dudas respecto a Taiwán, una isla autogobernada que China reclama como territorio propio. Como antiguo jefe del Mando del Teatro Oriental, el general He fue responsable de la planificación de una posible invasión de Taiwán hasta que Xi lo ascendió en 2022 a vicepresidente de la comisión militar, donde fue el principal asesor del líder chino en una campaña contra Taiwán.
Todo esto se suma a otro problema clave común en los ejércitos de los países autocráticos: la interferencia política. Los oficiales y soldados chinos dedican un tiempo considerable al adoctrinamiento político, incluyendo el estudio de los discursos de Xi. Los comisarios políticos, siempre presentes, se aseguran de que se sigan las órdenes del partido, lo que puede desacelerar la toma de decisiones e inhibir la iniciativa individual. En contraste, en los países democráticos los oficiales tienen más libertad para tomar sus propias decisiones y aprender de sus errores.
Nada de esto significa que Taipéi o Washington puedan permitirse ser autocomplacientes. El enorme ejército chino luchará si se le ordena, aunque no esté totalmente preparado, en especial si China percibe que Taiwán se acerca a la independencia absoluta.
Pero es probable que Xi no esté dispuesto a luchar. La desastrosa invasión de Ucrania por el presidente ruso Vladimir Putin demostró al mundo que el poderío militar por sí solo no garantiza la victoria sobre un enemigo más pequeño que está decidido y no cede. Gane o pierda, una guerra con Taiwán podría devastar la economía china —que ya se enfrenta a una desaceleración del crecimiento y a fuertes aranceles comerciales estadounidenses— y un fracaso militar podría amenazar la permanencia de Xi en el poder.