Dr. Polito
La idea del gringo tonto fácil de embaucar que se tiene en América Latina está más cerca de la realidad que nunca.
Donald Trump y su séquito de mastines ultramillonarios, están dedicados a desmantelar la que se hace llamar la democracia más sólida del planeta, pero nadie quiere darse cuenta.
Que la institucionalidad de Estados Unidos haya sido hasta hoy un dique difícil de superar, no significa que sea infranqueable.
A derribarla están dedicados los cancerberos de Trump, con el ultraderechista sudafricano Elon Reeve Musk a la cabeza, un inmigrante que odia a muerte a los inmigrantes, a los negros, a los latinoamericanos, a los homosexuales y demás miembros del colectivo lgbtiq+, a los enfermos y, en fin, a los pobres.
Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y otros como ellos, los más ricos de la Tierra, son, en realidad, cortesanas del autoproclamado Rey de Estados Unidos.
“La tarificación de la congestión está muerta. Manhattan, y todo Nueva York, han sido salvados. ¡Larga vida al rey!”, escribió Trump en la red X para anunciar la eliminación de un peaje, y, arrodillados, más de 340 millones de estadounidenses callaron.
Nadie protesta, nadie se opone a tener rey, nadie critica.
A todos les parece mejor tener un mandamás totalitario que hace y deshace como quiere, que decidir ellos mismos su destino, como tanto habían defendido hasta el día de la autoproclamación.
Solo acatan y obedecen sin chistar, humillados, ofendidos, obscenamente sumisos, pero felices de ser súbditos de un rey que pretende ser emperador universal.
Las avivatas cortesanas están felices. Cada día y cada noche de vivir, comer y dormir con el monarca les genera más y más dinero, más y más poder, más y más placer.
Su trabajo de concubinas es fácil: mantener convencido a Trump de que es el rey que Estados Unidos necesitó siempre, y de que se deje vestir, como en el viejo cuento, con las telas más suaves y ligeras jamás tejidas.
Y él, más feliz que ellas, les permite hacer lo que les plazca. Así sea acabar con las pocas libertades que tienen los súbditos. Porque, en materia de prohibiciones y limitaciones ciudadanas, hay países y países, y Estados Unidos.
No han pasado cien días desde que Trump regresó a la Casa Blanca, más vengativo, más endemoniado, más avasallador que nunca, y ya tiene a su país patas arriba y a sus ciudadanos con la cabeza gacha reverenciándolo y cantándole poemas épicos.
La camarilla del poder ha convertido a los estadounidenses en un rebaño, no de ariscas ovejas, sino de mansos corderos que ya descubrieron su cuello para que los guillotinen en aras de darles gusto al Rey y su recua de eunucos y hetairas de una Corte salida de la chistera de un mago de vodevil de Queens.
Con su pan se lo coman, advierte el resignado refrán español para referirse a la indiferencia con que algunos actúan… o, mejor, dejan de actuar. En este caso, todos, sin excepción.
Y que no se quejen cuando descubran que el engaño de todos aquellos a quienes hoy adoran, los llevó a ver al rey vestido con esos trajes de mágicas telas que le elaboraron sus cortesanas, cuando, en realidad, como les gritó el niño del cuento, ¡el rey está desnudo!