El tráfico de drogas es el pretexto de Donald Trump.
Es el mismo esgrimido por varios gobiernos de Estados Unidos desde junio de 1971, cuando el presidente Richard M. Nixon declaró una absurda guerra contra las drogas, que aún no termina.
Hubo una variante respecto de Irak: las armas de destrucción masiva que jamás aparecieron, pero cuyo enunciado permitió invadir Irak y echarle mano al petróleo, desestabilizar el Medio Oriente y asesinar a Sadam Hussein.
La razón para el amenazador despliegue naval frente a las costas de Venezuela es igualmente el petróleo, al que Estados Unidos siempre le ha puesto el ojo.
Que la estrategia parezca idiotamente contradictoria es, sí, parte de esa manera de los estadounidenses del Gobierno de decir una cosa y hacer otra, sin sonrojarse.
El argumento de que se pretende presionar al chavismo mientras se busca su cooperación con la política de Trump de regresar a Caracas a los inmigrantes venezolanos irregulares en Estados Unidos, no es más que un punto de distracción.
Para ello nunca es necesario desplegar 7 embarcaciones de guerra, entre destructores con misiles teledirigidos y naves de desembarco anfibio, dos submarinos nucleares y unos 9,000 efectivos.
Y enviar esa flota para detener unas lanchas rápidas cargadas con cocaína, con dos o tres tripulantes, cuando los llevan, tampoco es necesario.
Una fuerza como la desplegada por Trump, en cualquier parte del mundo, es una declaratoria de guerra sin declararla
Sin esa máquina de guerra, Colombia ha logrado frustrar mucho del plan de los narcotraficantes.
Para James Stavridis, ex jefe del Comando Sur (líder de esta misión),”solo con enviar a los tres destructores frente a las costas de Venezuela el presidente Trump está llevando una seria capacidad de ataque terrestre, con sofisticadas capacidades de inteligencia, seis helicópteros de última generación, miles de marineros y un sistema avanzado de mando y control para ejecutar operaciones antidrogas en el mar”.
El Pentágono insiste en que el objetivo de la operación es el combate contra los carteles de drogas y redes criminales, designados recientemente como “organizaciones narco-terroristas”.
Pero, semejante despliegue, el mayor desde la invasión estadounidense de Panamá, ha generado obvia inquietud en toda América Latina.
Brasil, al que Trump considera, con mucha razón, un gigante al que no se le puede permitir que se convierta en un rival hemisférico de Estados Unidos, tiene muchas razones para inquietarse.
Brasil comparte con Venezuela una extensa frontera, de paso mucho más fácil que, por ejemplo, la que comparte con Colombia. Cualquiera, en Venezuela, tiene enormes posibilidades de llegar hasta Brasilia, si se lo propone y tiene recursos como los de la fuerza militar de Washington.
Para el Pentágono, la operación busca garantizar la seguridad del territorio estadounidense. Pero, acaso, ¿el territorio de Estados Unidos comienza a pocas millas de La Guaira o de Maracaibo?
La verdad parece acompañar al presidente Nicolás Maduro cuando señala que Estados Unidos prepara un plan de agresión militar contra Venezuela, para intentar un cambio de régimen.
Todavía hay en el mundo quienes recuerdan cómo comenzó la hecatombe de Vietnam, y muchos más, tienen fresco el recuerdo de cómo Estados Unidos terminó huyendo con el rabo entre las piernas.
En agosto de 1964, naves estadounidenses estaban desplegadas en el Golfo de Tonkin. Un ataque de norvietnamitas contra el desructor estadounidense USS Madox, sirvió como pretexto para que el presidente Lyndon B. Johnson decidiera intensificar masivamente la intervención militar de Estados Unidos en Vietnam.
Quizás Trump no se atreva a la confrontación abierta, pero, sí, a estimular agentes internos para que desaten una insurrección contra Maduro, que Washington podría respaldar con los soldados que permanecen frente a Venezuela.
Desde luego, a Trump parece frenarlo el complejo escenario de las consecuencias jurídicas y legales de la acción militar.
Al fin y al cabo, el Congreso de estados Unidos no ha autorizado ninguna acción militar ni contra Venezuela ni contra el narcotráfico, así el Gobierno haya declarado que las mafias son “organizaciones nacoterroristas”.
La administración Trump sostiene que el objetivo es combatir a los carteles de la droga, designados por Washington como “organizaciones narco-terroristas”, mientras el debate interno crece.
En lo internacional, la Carta de las Naciones Unidas prohíbe expresamente el uso de la fuerza contra la soberanía de otros Estados, salvo en casos de autodefensa o con autorización del Consejo de Seguridad.
Washington ha tratado de encuadrar la operación en el marco de la lucha contra el narcotráfico transnacional, alegando que estas redes representan una amenaza directa a su seguridad nacional.
Sin embargo, los analistas subrayan que el narcotráfico no constituye, por sí mismo, un ataque armado, lo que complica la justificación bajo la doctrina de la autodefensa.
La etiqueta de “terrorismo” no crea automáticamente nuevas facultades para usar la fuerza. En la práctica, habilita sanciones financieras o bloqueos de activos, pero no sustituye la autorización legislativa ni las normas del derecho internacional humanitario.
En este contexto, el riesgo es que la operación antidrogas sea percibida como un pretexto legal para aumentar la presión militar sobre Maduro, quien ya ha sido acusado de “narco-terrorismo” por tribunales estadounidenses.
Si el despliegue derivara en un enfrentamiento abierto o en un intento de derrocar al presidente venezolano, Estados Unidos podría ser acusado de violar tanto su propio marco constitucional como las normas internacionales que rigen el uso legítimo de la fuerza.
Pero, el mundo lo sabe, a Trump, ese tipo de situaciones lo tienen sin cuidado.