Todo el país sabe dónde, o mejor, qué les arde; es por ello que ese par de zopilotes prefieren no permanecer sentadas.
Ultragodas, ultrarricas, conspiretas de reservados de clubes, cada segundo que transcurre con la ex empleada doméstica Francia Elena Márquez Mina como vicepresidenta de Colombia se les convierte a ambas en una eternidad.
Tuercen los ojos, boquean, respiran con dificultad, sudan frío, agonizan entre ayayayes estentóreos y se ponen al borde de estirar la pata, con todas sus filosas y malolientes garras crispadas.
Y Francia, ahí, incólume, erguida, sonriente, orgullosa, como debe ser, mientras el par de espantajos se arranca los pelos.
A nombre de Colombia, Francia sale a visitar países y a hablar de igual a igual con mandatarios, mientras en sus angustiosos estertores las aquellas maldicen a sus antepasados, que, a la fuerza, cedieron ante el mandato de la historia y de los gobiernos, y liberaron a sus esclavos.
“Miren lo que lograron con dejarlos libres”, les gritan a sus bisabuelos. “Ahora, las negras somos nosotras, y ellas, como Francia, las que mandan y ordenan “.
Y los viejos muertos les responden: “No, niñas, ustedes no son las negras, son sus almas, sus conciencias, sus entrañas de fierro...”
Los dos esperpentos parecen el obsceno epítome de una aristocracia olorosa a mierda y naftalina, y a la misma sangre degenerada mezclada muchas veces, convertida en miasma de estercolero.
Una clase poderosa que, dice la historia negra, caballero, robó y robó y mató hasta el cansancio a negros, indios y mestizos pobres, y que hoy, por derecho divino, como argumentaban, pretende seguir en las mismas.
Y Francia, Igualada, tan igualada, ahí… ahí, incólume, erguida, sonriente, orgullosa, como debe ser, mientras el par de espantajos se arranca los pelos.
Es para la historia eterna esa foto, sí, esa de Guillermo Torres en Semana, en la que Francia Elena Márquez Mina, vicepresidenta de Colombia, a mucho honor, va solemne y serena hacia la cabecera del Senado, mientras cuatro ojos mestizos cuajados de odio racista y de burla y de desprecio enmarcan risas burlonas preñadas de impotencia.
Miradas y burlas tienen un destino: la figura de la negra que, por sus méritos de mujer pobre y luchadora y valiente y desprendida llegó a donde ellas no han podido, con todo su dinero y sus contactos de poder.
No llegarán, es obvio. Pero, si por un acaso ocurriera, tendrían que aceptar que primero lo hizo una negra que fue empleada doméstica, quizás “en casa una familia de bien, como las nuestras”.
Francia es vicepresidenta, entre otras cosas, porque es íntegra, honrada sin límites, honesta. A ella no la han echado de puesto público alguno, como a alguna alta funcionaria, hoy congresista conservadora, que destituyeron porque desde su oficina en la Fiscalía se filtraban resultados y decisiones de investigaciones a paramilitares y corruptos.
A Francia, jamás se le hubiera pasado por la cabeza, como sí lo propuso la otra senadora, también con servadora, que propuso dividir al departamento del Cauca en dos: una parte para los indios, y supuestamente para los negros, y otra para los mestizos, para la gente de bien.
La pareja de políticas ultrarricas y ultragodas son, en cierto modo, un solo bulto. Son siamesas. No se puede concebir a la una sin la otra.
Recuerdan a Patty y Selma Simpson (salvo que casadas y, a falta de cigarrillo, escarbando mocos y volteando sus espaldas para cualquier Polo), repletas de amargura, de odio, de soberbia, de mala sangre y peor leche, de ira, de despecho, de miseria, cobijadas por la misma manta.
Ambas están anímica y emocionalmente desechas, comidas por dentro por la amargura y las rabia, y la envidia y el dolor de no poder ser.
Y Francia ahí… ¡Igualaaaaada!